21 de Noviembre de 2024
Adriana Almada: El arte de vivir

Por Silvia Sánchez

“Es muy importante el arte de vivir, vivir con belleza, vivir con arte, Que no necesariamente significa tener cosas caras, sino vivir rodeado de lo estético.”

Ser absolutamente contemporáneo es fundir el arte con el cotidiano para hacer sublime hasta lo insignificante. La casa de Adriana Almada y todo lo que contiene tiene una función, pero también una forma para sostener la vida que discurre adentro de la forma más grata posible. Tomar el té, de hojas, es un ritual de tazas de cerámica esmaltada y una tetera que espera ser vaciada sentada cómodamente sobre un samovar. El shiitake con salsa de ortiga y manzanas acompañado de papas al romero y aceite de oliva se prepara en su cocina integrada a la sala, una cocina a la que no le avergüenza ser parte de la casa, sino que se expone como lo que es: el sitio que irradia la energía que mueve a sus habitantes.

Adriana Almada es una salteña que nunca en su vida preparó la empanada que lleva el gentilicio, por más que las disfrute. Encaramada en el altiplano argentino, Salta es un lugar de una riqueza gastronómica y cultural particulares, además de excelentes vinos. Esa joie de vivre de la cultura como aquello que se cultiva inextricablemente —la cocina, la conversación, el intelecto— le fue inoculado a Almada desde la cuna. La cadena de mando de la exigencia culinaria partía de su padre, secundada a su madre y ejecutada por Herminia, la cocinera que un día volvió de la peluquería con el peinado de Gina Lollobrigida y pasó a llamarse Gina, la misma que en la cocina carneaba cabritos y molía kilos de choclo en el mortero para luego servir cabrito asado y humitas en delicadas fuentes en el comedor. Pero también estaban las visitas, muchas, ilustradas y frecuentes, que podían pasarse la noche conversando hasta la mañana siguiente, cuando Almada salía lista para ir al colegio.

La comida era un asunto de tal importancia para la familia que justificaba kilómetros de viaje, como los cien kilómetros de Salta a Cafayate con partida a las siete de la mañana para almorzar y después emprender la vuelta. “Para mí, que era chica, era imperdonable pasar tantas horas encerrados en el auto solo para ir almorzar. Pero con el tiempo las cosas toman otro valor”, dice Almada, “Para saber cocinar hay que saber comer. Tener el recuerdo del sabor, tener un registro de sabores. Como no cocino con receta, trato de imaginar cómo resultará el sabor de tal ingrediente con tal otro en la mezcla final”.

El shiitake con salsa de ortiga y manzanas no aparece en ningún recetario y es el resultado de ese enfoque culinario de cocinar en el momento, siempre informal, a gusto y sin que se sienta como tarea. Su educación culinaria siguió enriqueciéndose con los viajes —siempre que viaja intenta hacerse de tiempo para visitar los mercados, porque adora ver la variedad y disposición de los ingredientes en bruto— y los amigos. La ortiga la conoció en casa de un amigo español en una noche de espantoso frío, servida en sopa para devolver al alma al cuerpo, y desde entonces forma parte de su paleta de ingredientes, con el beneficio agregado de abundar en su patio. Una amiga china vegetariana le enseñó no solo cómo hidratar los hongos, sino también cómo expandir los límites de la cocina vegetariana para no caer en el aburrimiento. “Me gusta la diversidad de texturas y colores en un mismo plato, no me gusta ver una masa homogénea. Para mí lo ideal es el modelo oriental de varios platos distintos donde uno puede ir haciendo sus propias combinaciones.” La cocina de Adriana Almada sigue aproximadamente la misma lógica de objet trouvé que gobierna los objetos que pueblan su casa, tomados de aquí y allá para componer un resultado armónico, orgánico. “Yo no cocino mucho”, afirma, “cocino porque soy audaz”.

Adriana Almada tiene una larga estela en el arte y la cultura como crítica, curadora, editora de textos y poeta. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y recientemente curó la muestra retrospectiva Y rembe’y. Los labios del agua que celebra los cuarenta años del Centro Cultural Juan de Salazar. Su marido, Ángel Yegros, es escultor, y justo en ese momento irrumpe en la sala con un tenedor con piedras engarzadas que acaba de terminar en su taller, las manos teñidas de negro. “Me encantaría tener un servicio completo”, dice Almada, “pero nunca lo logro porque las cosas se van antes de que pueda reunirlas”. Mirando el tenedor a la luz, sigue hablando: “Esto tiene mucho que ver con la experiencia de mi familia y de mi vida”. Me cuenta que durante mucho tiempo  tuvo un libro de Alan Watts, el filósofo inglés especialista en espiritualidad oriental, como libro de cabecera. Un libro donde, entre otras cosas, Watts habla sobre la importancia de comer, cocinar y compartir, así como del ocultamiento de la cocina en las casas occidentales, cuando en realidad es el motor que suple a la casa de la energía que se recibe cotidianamente para vivir. Posando el tenedor sobre la mesa, me dice: “Es muy importante el arte de vivir, vivir con belleza, vivir con arte. Que no necesariamente significa tener cosas caras, sino vivir rodeado de lo estético”.

5 de Agosto de 2016

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