Esta es la razón por la cual cada viaje dura toda la vida. Lo primero que pensé al llegar a Brasov, en Rumania, fue que iba a morir de hipotermia. Eran las tres de la mañana, nevaba, no había una sola persona en la calle y todo estaba cerrado menos el cuello en V de mi sweater de media estación. Una combi me había llevado desde el aeropuerto Otopeni, en Bucarest, hasta un hotel que no era el mío y del que me echaron sin conmiseración y en rumano.
Me dispuse a enfrentar el inminente desenlace con mi estoicismo habitual. Pero es en estos momentos decisivos, cuando a todo viajero despierto se le presenta una posibilidad que suele ser insólita y lo salva del destino fatal. Aquella noche no morí. Es cierto que caminé por el centro histórico con la pretensión de calentar los huesos, que evadí un patrullero (por costumbre o porque temí que la policía mantuviera conductas de la vieja Securitate de Ceaușescu), que me introduje como polizón en un restaurante y que, al ser descubierto, pedí una sopa del país y una copa de vino, argucia que por supuesto no coló.
Otra vez a la intemperie, volví a tener la impresión de que no saldría vivo de Brasov. Pero con mi estancia clandestina en aquel restaurante y la discusión con el sereno, le había ganado un par de horas vitales a la noche. Así que poco después, con la morosa salida del sol invernal, columbré un rayo de esperanza.
Sortear con éxito la rigurosidad de la noche rumana de noviembre me permitió descubrir la barra que hoy nos convoca. Sucedió un par de días después, cuando ya estaba equipado con la ropa adecuada y sabía cómo regresar a mi hotel, un viejo palacio adormilado en la más exquisita decadencia, donde poco me hubiera extrañado cruzarme con el conde Drácula.
Una noche, mientras descansaba en mi habitación, me vi atacado en dos frentes que requieren acción firme e inmediata: el hambre y la curiosidad. Luego de una breve pesquisa en la recepción del hotel, supe que el único lugar abierto sería el Ando's, "nuestro McDonalds" -aportó la joven recepcionista, con una sonrisa que tenía algo de disculpa.
Gané la silenciosa strada, tapizada por nieve que en cada esquina se tornaba ambarina al reflejar la luz de los añejos faroles de la ciudad, crucé una piata y llegué al número 6 del Bulevardul 15 Noiembrie.
Adentro éramos pocos. La barra era la típica de un fast food, las paredes estaban revestidas con venecitas y el naranja era el color predominante. El menú tenía más palabras que imágenes, así que decidí mi pedido a pura intuición. Esto no me afectaba en modo alguno, ya que la sorpresa forma parte de la aventura.
Una vez en la mesa, supe que me había tocado algún tipo de hamburguesa de pollo, acompañada de papas fritas. Para tomar, una Ciuc, la Pulp rumana.
Y comí y bebí.
Alargué la vuelta al hotel, zigzagueando por la bellísima Brasov. No sé qué tal estuvo la comida, pero la recuerdo exquisita. Es que si hay algo que mejora con el paso del tiempo son los recuerdos que deja un viaje.