Con un limón tatuado en el antebrazo como estandarte, reconocimos a José Castro Mendivil, chef de Sipan, restaurante peruano de fama internacional que abrió sus puertas hace poco en Asunción. Tímido para las fotos, serio y concentrado en todos los detalles, conocimos a un hombre muy trabajador, enamorado de su oficio, de metas grandes y con una especie de locura manejable que hace que las cosas ocurran.
¿Te metías a la cocina de chico?
Soy el séptimo de ocho hermanos, y era el que se metía a la cocina, ya sea con mamá o con la gente que trabajaba en casa. Toda mi vida sentí que –por mi abuela, mi madre y mi padre– tenía en la sangre una afición natural por cocinar, pero nunca lo vi como una actividad profesional. Siempre me han dicho “el gordo”, y “el gordo” siempre ha estado metido en la cocina.
¿Cómo te marcó la presencia de las personas que trabajaban en la cocina de tu casa?
Desde que me acuerdo, en mi casa había una niñera y una señora que cocinaba, porque mi familia era grande. En la cocina ayudábamos y comíamos, y mi vieja me mandaba al mercado con la cocinera; ahí aprendí a elegir y a disfrutar los productos. Tengo la cara de mi mamá, que era la niñera que cocinaba para mí y mi hermano, grabada en la mente; la entrega y el amor con que preparaba la comida me marcó y se refleja en cómo cocino. Busco lo mismo, que la gente sienta el amor detrás de la comida, que no sea algo frívolo. Hay una frivolidad quizás en el costo o la marca, pero eso es un modelo de negocio, la esencia es la humildad desde la que servimos. Viene de la cuna, y haber tenido la posibilidad de compartir con las personas que trabajaban en casa hizo que mi arraigo a Perú y su comida sea infinito.
¿En qué momento decides dedicarte a la cocina?
Al salir del colegio, fui a EE.UU. a estudiar hotelería, luego hice marketing y me quedé cinco años. Trabajé en restaurantes, bares, hoteles, hice eventos importantísimos para gente de Hollywood e incluso presidentes, pero seguía sin saber que la gastronomía era mi camino. Cuando volví al Perú, entré a una multinacional francesa, Sodexo, la empresa más grande del mundo en alimentación industrial. En Perú, ellos tenían la concesión de los tres principales campamentos mineros, y una de mis responsabilidades fue armar 14 restaurantes de nivel industrial. Ahí estuve mucho con los cocineros y comencé a sentir que era más natural para mí estar metido en la cocina que en la oficina. Sentía que tenía 700 jefes encima, hasta que un día me dije: “Esto no es para mí, ni lo corporativo, ni lo formal, ni lo estructurado, quiero ser mi propio jefe y quiero incursionar en la gastronomía”.
Me fui al Cusco y abrí una discoteca con un restaurante 24 horas, pero la discoteca fue más fuerte. Estuve 3 años con eso y cerré, porque el restaurante era mi tarea pendiente. Tenía 30 años y fui a Londres a estudiar en el London Westminster College. Me metí a un curso de 2 años, pero me quedé sin plata. Post crisis del 2001 en Argentina, se podía acceder a muy buenos estudios y todo allá era accesible, incluyendo hacer un proyecto personal, así que partí.
En Buenos Aires comencé estudios en Gato Dumas. Hice una pasantía en Sucre, de Fernando Trocca, y me metí de lleno en la idea de mi proyecto de vida: mi restaurante. Amigos en Perú, dueños de Osaka, aceptaron llevar la marca a Buenos Aires si yo tomaba las riendas, conseguía parte de la inversión y aportaba plata. Así que, mientras estaba estudiando, tenía ya un proyecto súper ambicioso casi cristalizado. Osaka se abrió en 2005 con mucho éxito. En 2007, vi que el restaurante no era mío, era un producto formateado y, por más que no tenía un jefe, tenía una marca encima, y no era libre de tomar cualquier decisión. Vendí mis acciones y comencé a desarrollar la idea de Sipan. Lo imaginé primero muy chiquito y así lo abrí: en el microcentro de Buenos Aires, en una galería, con 24 cubiertos y sin exposición a la calle. Como había estado en Osaka, pude tener prensa, y eso hizo que mis 24 cubiertos se llenaran desde el día uno y pasaran a ser 36. Hoy cumplimos diez años y Sipan Asunción vendría a ser mi apertura 12 en 13 años.
Eres un gran empresario…
Soy un gran creyente de la comida que tengo como origen, y gran creyente de poner pasión a la hora de vender un proyecto, demostrando que lo que uno hace vale la pena y es verdadero, no aspiracional. Creo que la experiencia parte de la cocina y la comida. La idea es que cada vez que piensen en un pisco o un tiradito, piensen en Sipan.
¿Por qué crees que el chef peruano es tan “peruano”?
Hay un orgullo que costó muchos años, por la crisis social peruana con el gobierno militar y luego, en los 90, con el terrorismo. El Perú sufrió mucho y haber sobrevivido a eso y mantenido nuestra esencia nos hace, hoy, muy orgullosos. Nos hemos mantenido en la sombra por mucho tiempo, sabiendo el potencial y la abundancia que teníamos como país y el nivel al que podíamos llegar. Cuando Perú salió al mundo, salieron adelante sus cocineros a mostrar ese ego, que es un ego particular, porque no nos interesa cocinar cosas extrañas ni experimentos raros. La comida peruana es suficientemente rica y tiene influencias de todos lados. Para qué salir a contar cuentos chinos si tenemos lo nuestro, que lo explayamos con corazón, con garra y alma, que se contagian por la comida. No tenemos fútbol, pero tenemos la cocina, que es una pasión mundial y es nuestra bandera.
Fuiste condecorado por el gobierno peruano, ¿cómo te cambió eso?
Tuve la suerte de ser premiado por Alan García como mejor restaurante peruano en Argentina, entre 219 locales, y como uno de los 10 mejores del mundo, entre 1700 restaurantes. Me dio una Orden al Mérito como Comendador, y desde ese momento siento que el nivel de exigencia que me impuse es muy alto en mi compromiso con la cocina.
¿Qué piensas de Paraguay?
El paraguayo tiene garra y una cosa sanguínea muy parecida a la de los peruanos. Hemos sido muy sometidos y somos muy trabajadores y bien educados. ¡Tenemos garra!
El equipo de cocina paraguayo que queda aquí, bajo el mando de Richard [peruano], quien trabaja conmigo desde hace mucho, es un lujo y un placer, porque tiene unas ganas de aprender tremendas y una humildad enorme. Entonces, enseñarles, entrenarlos, es un placer. El respeto, la fidelidad que ponen en su trabajo en el restaurante, me deja súper contento. Muy lindas personas.
¿Cómo logras manejar restaurantes en distintos lugares?
Voy a venir a Paraguay todos los meses. Ahora estoy escribiendo un libro en Buenos Aires que termino a fin de año. Y de ahí quizás me venga a vivir aquí. Apunto con Sipan a algo muy ambicioso; aspiro ser el mejor restaurante de Paraguay y transmitir ese mismo nivel de convicción a mis empleados. Para que eso ocurra, me tengo que quedar acá. Estar aquí, en Colombia y en Buenos Aires será mi vida por el siguiente par de años. Luego a Perú; ya estoy fuera 25 años y quiero volver.
Un socio tuyo dijo en una entrevista que tienes una especie de obsesión compulsión que te guía en el trabajo. ¿Es así?
Soy obsesivo desde lo más primitivo, como no poder dejar que una herida cicatrice en paz. Si quiero disfrutar de un plato, cerrar los ojos y que la boca explote, y no me sale, lo vuelvo a intentar mil veces hasta lograrlo. Todo tiene que estar perfecto. Es un ligero trastorno obsesivo compulsivo que sé hasta dónde puedo llevar antes de volverme loco. Lo uso en mis restaurantes y me permite lograr la excelencia.
Pero, como ha dicho Gastón Acurio: “Hay que aprender a delegar y a generar autonomía”. También tenemos que estar siempre atentos a disfrutar, porque cuando se deja de disfrutar lo que se hace, ya no tiene sentido.