Empecemos por lo que sabemos todos: los establecimientos de Roger Careaga tienen onda. ¿Qué es la onda? Bueno, esto es muy sencillo de explicar y, al mismo tiempo, imposible. Digamos que quienes necesitan la respuesta no lo van a entender nunca. Y quienes lo entienden, no necesitan hacer la pregunta. Así de contundente es, mi querido lector: la onda es algo que se entiende o no se entiende, porque se tiene o no se tiene. ¿Cómo va a entender el homo sapiensla cola del mono, el vuelo del águila, el humor del delfín o las raíces del roble?
Las casas se parecen a sus dueños. Verdad y mentira. La frase adecuada sería: no todas las casas se parecen a sus dueños. O, quizás aún más sincero: algunas pocas casas se parecen a sus dueños. Porque hay muchas que se parecen a los arquitectos, otras a los diseñadores de interiores, casi todas a la estandarización del gusto (que es una variante del mal gusto), la mayoría a las exigencias del mercado (y lo que esto signifique), y algunas pocas, muy pocas, a sus dueños.
La Vermutería abrió su persiana metálica hace un par de meses. En este caso, el vocablo par no refiere a dos, y mes no significa treinta días, treinta y uno ni veintiocho, sino que hablamos de un tiempo más o menos impreciso del pasado reciente. De todas maneras, el dato clave no es el día exacto de la inauguración, sino la peculiaridad que tiene el momento: nuestra conocida cuarentena, pandemia, nueva normalidad o como se quiera llamar a todo este asunto.
Sí, en medio de las quejas y de los lamentos, de las pérdidas y de las zozobras, Roger Careaga decide abrir un bar. Lo llama La Vermutería porque la estrella de la casa es el vermut. Como verá usted, noble lector, el porqué del nombre tiene la lógica imponente de la sencillez. Es que por ahí va la cosa en este lugar. No es extraño, ya que la Sencillez es hermana de la Verdad, que es madre de la Onda.
Es aquella conjunción de virtudes la que transforma un depósito cochambroso en uno de los bares más interesantes de Asunción, una pared desconchada en el respaldo donde apoyar -y dejar deliberadamente olvidadas- la rutina y el sopor.
Suena la cadencia pegadiza de Laurel Aitken. Y en la carta de tragos hay seis clases de vermut y algunos pocos clásicos muy bien elegidos. No hace falta nada más, aunque creo que también tiran cerveza. Hay lugar para las viejas canciones en francés que suenan como nuevas y las nuevas que suenan como viejas (este también es un buen ejemplo de onda).
El vermut no puede venir solo y La Vermutería no puede traicionar su esencia. Por eso existe una pequeña carta, donde encontramos unos cuantos sándwiches que valen la pena, algunas raciones seductoras y una tabla que no es ni para dos ni para cuatro (¿qué nos estarán queriendo sugerir con el tres?).
La barra es enorme, de madera, como aquellas viejas barras de las pulperías o los almacenes. Las botellas y sifones están a la vista, los taburetes son firmes y Enma trabaja con sabiduría, ganas y honestidad, condiciones indispensables para quien quiera pararse detrás de la barra de un bar como este.
Sé que hay una gran ventana, creo que de estilo colonial. Desde la oscuridad de la calle Benjamin Constant se ve lo que ofrece La Vermutería. ¿Vermut? Sí. ¿Buena música? Sí, sí, claro, y buenos sándwiches y todo aquello. Pero además lo otro, eso que se tiene o no se tiene. Y que en La Vermutería sobra.