¿El living, butacas altas, o mesitas bajas? Tras elegir la tercera opción, nos ubicamos estratégicamente frente al pizarrón de precios, donde lo más caro de la carta sale G 50.000. Mi bolsillo sonríe instantáneamente, sólo quedaba ver si la boca le seguía. La gente de la barra, joven y con pinta de viejos amigos, parecía disfrutar de la noche como un comensal más, sin formalidades ni apuro.
Sale una ronda de cervezas en tamaño liliputiense; única dimensión que aguanta la extrema temperatura sin calentarse en el vaso. Después de la cerveza, pero todavía antes que la comida, dos tragos llegan a la mesa.
El Barbarella Frozen (G 18.000), compuesto de gin, granadina, naranja y cerezas; parece de esos tragos de casino decadente de Las Vegas, tan dulce que hasta las baladas de Duran Duran que suenan empalagan menos; pero repuntamos con una tradicional Caipirinha (G 15.000) en su punto justo entre dulzura y acidez, prueba fehaciente de que por algo los clásicos siguen sonando.
Con el coro de My Sharona llega a la mesa el último trago; el Cambio de aceite (G 8.000), que tanto por su nombre como su precio, me genera espejismos de un día siguiente en un limbo de resaca. El “Tío Ari” con Coca, a pesar de poder tener un poco más de hielo, pasa de fino, tan de fino que rápidamente olvido el probable desenlace.
El hambre ya se sentía, pero el juego de adivinar los olores que se asomaban de la cocina acortó el tiempo de espera hasta que, sin darnos cuenta, teníamos frente el primer plato; una gran Ensalada con plátano (G 25.000). En una cuna de lechugas, trozos de aguacate, crocante cebolla morada y banana frita crean un juego interesante de textura y dulzura. No será el mejor plato de la carta, pero quizás un acierto para quienes cuidan la silueta.
Ahora, el Arroz chaufa de mariscos (G 50.000) es sin duda el protagonista de la velada. Con una montaña de camarones, calamares y otros tesoros marítimos con un toque casi imperceptible de jengibre, el arroz no pasa a segundo plano; es elevado a un esplendor tal que terminamos pasando el plato alrededor de la mesa, compartiendo cubiertos y servilletas en absoluto silencio.
Casi todos los platos del pizarrón ofrecen una variante vegetariana. La Hamburguesa Veggie Deluxe (G 28.000) no es una pasta de porotos que se aplasta con la primera agarrada, sino una obra maestra de roquefort, hongos y cebollas caramelizadas con una consistencia pensada en vegetarianos de añoranzas carnívoras. Acompañan unas batatas fritas groseramente cortadas, ideales para hundir en un litro de kétchup.
El Sandwich Barbarella (G 28.000) es una combinación inusitada de mango, pollo grillado, aguacate, cebolla morada, lechuga, pepinillos y un toque justo de picante, con orgullo lleva el nombre de la sensual heroína intergaláctica. Ya satisfechos, pero con una pizza en camino, seguimos escuchando Journey o Foreigner. A esta altura, ¿quién sabe? Hora de la pizza. La de rúcula y tomates secos (G 55.000) tiene el doble de queso que de masa; tan es la afortunada desproporción que la única manera de comer con las manos es doblando cada pedazo cual origami en forma de taco o sushi, dependiendo de la habilidad motriz del comensal.
Y así, el último bocado marca la hora exacta, hora de ir a dormir. La comida se toma su tiempo, pero la cerveza fluye y el aire desestructurado hace que los minutos vuelen. El estómago agradece. La resaca mañana, tal vez no tanto.