“Aprendí a faenar de mi suegra” Según se ve, está en su salsa.
Si nos situáramos en la perspectiva de un dron, o de un taguató atravesando el cielo del Chaco, veríamos las camionetas del equipo Alacarta atravesar un rectángulo boscoso de 52.000 ha, dividido a la mitad por una ruta de polvo blanco.
Este perímetro de tierra, limitado en su costado occidental por el río Pilcomayo, y al norte por la frontera entre Presidente Hayes y Boquerón, es la Agropecuaria Tinfunke, que además es una reserva ecológica donde encuentra refugio una prolífica diversidad de fauna y flora.
El vocablo “tinfunke” es nivaclé (denominados “chulupí” por los samtó o extranjeros) y significa “pozo de agua”. Algún tiempo atrás, se asentaba aquí, a orillas del río, este pueblo de cazadores y recolectores. Hoy están asentados un poco más hacia al oriente, fuera de los márgenes de la reserva.
Cambiemos ahora de perspectiva, ubicándonos dentro de la camioneta que lidera la caravana. Milciades, el chofer, advierte: “¿Qué es eso, un perro?”.
Nos acercamos un poco más y vemos un rabo peludo y elegante que, definitivamente, no es el rabo de un canis domesticus. “¡Es un aguara’i!”, exclama Leyzman Salim, uno de los dos cocineros que lideran esta nueva aventura gastronómada, propietario de Chorizos Casero y Ja’u La Asado.
El aguara’i (Cerdocyon thous) corre a un costado del camino, a una velocidad increíble, por el tiempo suficiente para que podamos admirarlo, y luego se pierde en el bosque de espinillos.
Cuando todavía no acabábamos de reponernos de aquella epifanía, se cruzan delante de nosotros un tatu bolita, unos cuantos ypa ka’a y un hermoso tuyuyu con cuello negro y largo como una interrogante sobre los esterales del Chaco. El milagro de la naturaleza nos rodea, sale a nuestro encuentro para darnos un mensaje luminoso pero, al menos para nosotros, inexpresable.
Llegamos a un portón cerrado y nos encontramos con una camioneta blanca. La camioneta se detiene y se apea un hombre para acercarse a la ventanilla de Milciades. “Juanqui Brusqueti”, se presenta pasándonos las manos con la firmeza de un hombre de campo. “¿Ustedes son de Alacarta? Sigan adelante nomás, mamá está faenando un búfalo. Yo voy enseguida”.
No sé por qué pensé que Juanqui estaría hablando en broma. Tal vez por lo absurdo que suena “mamá está faenando un búfalo” para alguien que vive en el centro de Asunción; mi experiencia salvaje de los martes se reduce a abrir una lata de sardinas y, con suerte, una cerveza. Pero no; según pudimos comprobar minutos después, estaba hablando muy en serio. Bajo la sombra de un árbol, su madre, Teresa, con un guante de acero y un afilado cuchillo, terminaba de limpiar la media res de búfalo que habíamos pedido para efectos de esta nota. Un animal joven según nos dijo, pero aún así enorme.
Nuestros cocineros, Leyzman y Hugo Caballero, cocinero en jefe de Kitchen Lab, tampoco tienen planes de perderse la fiesta, así que se unen a la faena con sus propios cuchillos. La colección de cuchillos de Leyzman es de antología; entre ellos, un gran cuchillo curvo que fue hecho a medida, en homenaje a su padre.
Ver a Leyzman en estos oficios es particularmente instructivo, además de fascinante, pues es un verdadero artista de la carnicería y la chacinería. Con la punta del cuchillo va dibujando los cortes —paleta, rabadilla, tapa cuadril, costilla, punta de lomo— y Teresa va tomando nota mental. Cuando llegan al lomito, la matrona de la estancia presta especial atención; sigue las líneas del corte con el guante metálico.
Mientras tanto, Lucía, la machú, una morena con atractivos rasgos indígenas y unas manos sagradas para la cocina, lava el mondongo para el caldo avá. Después os contaré con lujo de detalle sobre este suculento potaje…
Les adelanto, para hacer agua la boca, que la cocina antigua paraguaya está viva y vibrante en el campo. ¡Esos son los sabores que hay que traer —según cada quien los conciba a las mesas de los restaurantes!
Del otro lado del animal, Hugo sostiene el rabo y se imagina un ragoût. No mucho tiempo atrás, encontrar en un restaurante un plato de rabo de buey en Paraguay era inconcebible; pero, últimamente, el rabo ha ganado un espacio significativo en las cartas asuncenas. Precisamente, es con este tipo de carnes, las que Leyzman llama “cortes de carnicero”, que comenzó la restauración en la época en que Boulanger colgaba frente a su local el cartel que rezaba: “Vengan a mí los estómagos cansados y yo los restauraré”. Ahí es donde se ve realmente la mano del chef; cuando este es capaz de transformar lo que a primera vista es descartable en una apetitosa obra de arte.
Igual que de la restauración, Francia también es cuna del ragoût, cuyo nombre deriva del antiguo francés ragoûter, que significaba dar gusto, despertar el deseo… Prodigio que haría más tarde Hugo con un poco de vino tinto, fuego de leña y mucho talento.