Con la sencillez como valor intrínseco y la búsqueda de lo tradicional en señal de respeto a una cultura, D’Alessandro representa todo eso que una auténtica pizza debería ser y aún no encontrábamos en nuestra capital sudamericana. En el corazón de Barrio Jara, una zona sedienta de nuevas opciones gastronómicas, este monumento a la auténtica pizza de Napoli se erige para convertirse en un símbolo de la pizza asuncena.
El lugar es pequeño, casi al aire libre en su totalidad, decorado con focos de colores, mesas de madera y sillas con arpillera. Dos containers pintados en menta y rojo, transformados en una cocina abierta, dejan entrever el proceso tras cada pizza. La ambientación es simple y rústica; pequeños toques de color y madera reciclada dan vida a este pequeño terreno convertido en restaurante.
La música, un sonido jamaiquino de épocas de vinilo, complementa el clima fresco y el hambre voraz. Ya sentados, nuestro mozo, un uruguayo, sorprende no sólo por conocer a fondo cada ingrediente de cada plato de la carta, sino por sus constantes “por favor”, “permiso” y “gracias” ya inusuales viviendo en tiempos donde los modales son casi extracurriculares.
El Antipasti fue la introducción formal de Alessandro a su cocina mediterránea. La segunda opción de la carta (G 30.000), servida en dos platos rectangulares de arcilla, ofrecía por un lado, unos crocantes panes de levado lento con los bordes quemaditos y un dejo de aceite de oliva y pimienta verde; y por el otro, una pasta de morrones, berenjenas y alcaparras, pulposas aceitunas marinadas y finas lonchas de jamón crudo. Ningún mejor acompañante posible que una sangría (G 28.000) servida en jarra de litro decorada con gajos de naranja.
Los aromas a ajo y masa tostada flotaban intoxicantes desde la cocina, por lo que elegir una ensalada antes de la pizza no fue una opción. Eso sí, la Tucci (G 32.000) con rúcula, lechuga morada y mantecosa, tomates secos de elaboración propia, mozarella fresca y aceitunas negras sonaba tentadora, pero quizás para una noche más calurosa y mucho más a dieta.
El momento de la verdad. Con sus quesos artesanales, el queso primo y la ricota casera, las hierbas sacadas de la huerta, el aceite de oliva de La Rioja, los productos de pequeños productores campesinos de todo el país, y las recetas caseras de cada componente, había llegado la difícil hora de elegir los cuatro sabores que se convertirían mitad y mitad en nuestras dos pizzas.
Después de unos largos minutos de indecisión, la pizza Capri (G 48.000); con finas rodajas de tomate, hojas de albahaca, mozzarella fresca de Alberto, mucho ajo y un toque de aceite de oliva; la Abruzzo, (G 58.000) con mozzarella, roquefort y nueces; la Partigiani (G 59.000) con rúcula de la huerta, queso parmesano, ajo tostado y pimienta y la Sacco e Vanzetti (G 50.000) con morrones asados y abundante ajo tostado son las elegidas de una carta con más de 20 sabores.
La masa, fina pero aireada, con burbujas de masa llenas de aire caliente y los bordes ennegrecidos de la lumbre del horno. El queso, en su cantidad justa y cada topping sumando un nivel más de sabor a cada glorioso bocado. El ajo fuerte pero no pesado. El roquefort poderoso pero no invasivo. Cada ingrediente estaba allí por un motivo; haciendo lo que mejor sabe hacer.
Eso sí, hay que comer rápido porque entre charla y charla, la pizza se enfría. Y como sobró un poco, hicimos lo único que podíamos hacer y pedimos para llevar. A la mañana siguiente, pizza de desayuno. Eso sí es respeto a la pizza.