Por Christian Kent
- ¿Qué te parece si este año cada uno se compra su propio regalo de Navidad?
-Yo te estaba por decir que este año quiero que me des un sobre con plata.
El sol pasa un par de horas el mediodía, el asfalto reverbera y la nena duerme en el asiento trasero. Es evidente que soy un desastre para los regalos. Suficientes veces vi caras paralizadas en fingida sorpresa. Para no tener que volver a soportarlo, este año, optamos los dos por ser sensatos, realistas, y evitar posibles asperezas con Papá Noel.
Centro de Ciudad del Este, no tengo razones ni deseos para deambular por negocios, sé perfectamente lo que quiero: té Oolong japonés de montaña con una vajilla nueva, porque la anterior se hizo añicos. Rosma deambuló un poquito, pero llegó a lo suyo: una indecorosa imitación de una cartera Channel que bajo su brazo se veía mejor que una original de la época en que Coco estaba viva.
Adelantemos la cinta (con birome). Lunes 26 de diciembre, siete de la tarde en la editorial, Carmelitas va perdiendo vecinos que huyen con cadeiras de playa sobre los techos de sus camionetas. Nosotros... trabajamos (suena de fondo “Father Figure” de George Michael, RIP).
-Traje un té Oolong japonés. Es de montaña.
Ale, la más joven de los ramenistas, fue por agua caliente y yo desenvolví los diarios que protegían la tetera y las tacitas. Por supuesto, una taza fue para la directora, la señora Jota.
Conversación por el chat interno de la editorial:
Christian: ¿Qué te pareció el té?
Jota: Estaba pensando en eso: me encantó.
Christian: Oolong, japonés... de montaña.
Jota: ¿De donde lo rascaste?
Christian: De donde las arañas tejen su tela.
(Jota ha abandonado la conversación)
De nuevo adelantamos la cinta con el Bic (¿o se dice “la” Bic?). Bruno, el ramenista más dale dale dale de la logia, nos llevó a hasta Keiko Lamen para disipar el polvo de fluorescente que queda impregnado en la retina después de horas de trabajo. El té Oolong... japonés... de montaña... nos abrió el apetito y en coro gritamos: ¡Lamen! (Según Ale, cuando uno dice Lamen, con ele, es porque va a terminar lamiendo el plato).
Keiko derramó todas sus sonrisas en nuestra comida, a un costado del hípico, donde imagino que altos y esbeltos caballos duermen parados bajo la luna. Su ayudante, un joven paraguayo, con una pañoleta en llamas que dice “hot” en la cabeza, y un manejo samurai de los palillos, armó frente a nosotros las gyozas y onigiris que prepararon el terreno para nuestro objeto de culto. En poco tiempo estábamos frente a nuestros lamens: 2 órdenes de tonkotsu ramen (de cerdo) y un ramen de salsa de soja, que vino con pescado, que hasta donde se sabe, es casi una verdura.
Sorber esos fideos fue como fumar alegría, como solía decir el hijo pequeño de un amigo. Trozamos el cerdo con los palillos, cosa que en sí misma (ya) es (luego) un acto de magia y lo mojamos en el caldo, turbio, elemental. Entonces, recordando la última escena de Tampopo, llevamos los tres al unísono los cuencos a la boca y sorbimos hasta que se nos ruborizó la cara y comenzamos a sudar.
Nota al margen: si estás sudando en un restaurante y la palabra “aire acondicionado” ni siquiera se te cruza por la mente, es porque estás donde tenés que estar.
No quedó nada vivo en nuestro plato, hasta el último milímetro de fideo (¡mierda que rico fideo!) entró viboreando a nuestro sistema. Solo faltó el broche, pero algo de etiqueta hay que tener.
Cuando iba a levantar la mano para pedir la cuenta, me di cuenta que Bruno tenía un plato considerablemente más grande que el de Ale y el mío, y que todavía no podía acabarlo.
-Keiko san – preguntó Ale. ¿Es verdad que Bruno tiene un plato más grande porque es más panzón?
Keiko le mira a Bruno desde otro lado de la barra, la olla de ramen humea sin pausa, el joven de la pañoleta ardiente deja de escurrir los fideos y espera también la respuesta de la chef...
- Tu tienes que decir lo siguiente: “La panza es un callo de amor”.