Paraguay celebra el asado de manera religiosa, metiendo mano y práctica semanal en cada uno de los encuentros. Sea en la parrilla tambor de la canchita de barrio como en el quincho más pipí cucú, la democracia de fuego y hierro es la misma para quien ose arrancar un fuego para chamuscar pedazos de carne que no fue inmolada para ser comida gris ahogada en salsa de soja. Ahí es donde la “unión e igualdad” que declara nuestro himno debería darse: a la orilla de un fuego bien prendido y durante la conversación de tabla de picar con el parrillero.
Asar es un acto social de servicio. Nuestra actitud como cocineros es proporcional a nuestra interacción con los demás. Rostizar un corte de carne nos predispone a ser generosos con esa fila de amigos que se arma frente a la parrilla, a darles lo mejor: el centro rosadito, el pedacito que tiene el borde de grasa, los no-picantes que compraste porque sabés que no tolera.
Positivos rasgos para un país que, sin una marca país muy clara, forma parte del fenómeno efervescente y mundial que impulsa a la gastronomía y el turismo. Si ya somos asaderos por denominación de origen controlada, seamos el mejor tributo posible a la carne paraguaya.
* carne en lengua guaraní
Continuar con esta reflexión se hace casi imposible sin levantar el teléfono y llamar a uno de sus más hábiles artilleros locales: el cocinero Rodolfo Angenscheidt. Conocido en todos los rincones de Paraguay como “el Chapori”, que se enoja conmigo cuando le otorgo un doctorado putativo, porque "demasiado mostro" ya es. Nos debíamos una partida de ajedrez con vaso corto desde hace tiempo. Chapori venía tirando carbón a la teoría del asado y a mí me faltaba la confirmación de la práctica. “El asado de carne paraguaya es el que se hace con carne chaqueña”, señala Rodolfo. Casi una DOC, como el champagne o el roquefort, nos estaba invitando a una larga y accidentada ruta y a un terruño por conocer.
Tengo la imperativa necesidad de entender cuál es el asado paraguayo. Encontrarnos, antes de ser definidos por una implacable moda gastronómica que pone entre panes todo corte que se le cruce en el camino, usando la palabra “gourmet” como muletilla. Tendencias que lentamente pintan de beige la gastronomía de un país que vive en colores más efusivos y representativos: su verde mar de árboles, su cielo azul, su tierra colorada. Es el momento de (literalmente) tomar al asado por el cogote y avivar aquel fuego que nunca llegó a apagarse. Hasta el parador Pirahu, las conversaciones oscilaron entre “tanto tiempo, ¿en qué andas?”, “nde rakóre, no trajimos tereré” y “¿qué música es esta?”. Además de ocasionales especulaciones sobre especies de aves y razas de caballo que nos cruzábamos en el camino. En el Kilómetro 270, estiramos las patas y comimos las legendarias empanadas.
Luego de un acalorado debate sobre “burbujas o no en la fritura” y de probar la sugerencia de nuestro editor (palmito, buena cantidad de queso, acertada), seguimos viaje hasta que salió a relucir el temple de aventurero del mismo, cuyo talento como guía turístico es comparable a ser conducido por Palma en un carrito de golf por un trasnochado Jack Sparrow. Frenamos en el cruce entre Mariscal Estigarribia y Filadelfia. Nuestro editor miraba ambos carteles señaléticos con determinación y sonriendo. Con mucha compostura, se acerca a nosotros y nos dice: “Che, muchachos, ¿ustedes hacia dónde dicen que tenemos que ir?”. Ante nuestras incrédulas risotadas, su reacción fue más descollante aún; sin pestañear y manteniendo cara de póquer, nos dijo: “Hacia Filadelfia creo que es”.
Felices de no estar parados frente al cartel de “Bienvenidos a Bolivia”, llegamos al Hotel Florida, nuestra morada por los próximos dos días. Un bien atendido palacio de cómodas piezas y memorables milanesas a caballo. Allí conocería a Helmut Goerzen, gerente general de Cooperativa Fernheim, propietaria de Frigochaco, y nuestro anfitrión y guía espiritual del resto del viaje. Una vez asentados en nuestras habitaciones, Helmut y Chapori esperándonos ya en el lobby, fuimos caminando al súper de la Cooperativa. En el camino, me encontré con el primer personaje que capturó mi atención. El resto se adelantó mientras me ataba los cordones, cuando apareció Gustavo, un transeúnte de las calles grises del Chaco que no dejaba descifrar con exactitud si era locura o genialidad lo que le afectaba. Sin embargo, sus palabras fueron una breve visita al nirvana, previa a la carnicería. “Los indios andan fumando paco, o porro, no sé cuál es; pero atendé nomás, eso que ellos dicen va a pasar”, recitaba Gustavo. Cuando, finalmente, logré que mantuviera el hilo conductor de su relato, me pareció material digno para una película de ciencia ficción. “Los guaraníes, ellos son los nuevos surfistas del Chaco, chamigo”, explicaba, y decía que sueñan con meteoritos que no despiertan lava, sino que generan lagunas frescas en cada impacto, para un pueblo que extraña el agua con lágrimas de sal. El agua soñada por Gustavo es la vida que se reproduce y se mezcla y se transforma buscando su propia belleza. Mientras corría a la espera de nuestro puntual anfitrión, no podía dejar de pensar que si los guaraníes son nuestros surfistas, el mar verde del Paraguay son nuestros árboles, el hermoso sonido de las olas de esta isla rodeada de tierra es el cariñoso viento paseándose entre las hojas, el asado nuestra comida de mar, una tapa sería una langosta, un vacío un pulpo y la costilla aquel pedazo de atún fresco que en tierras mediterráneas no tiene oportunidad de man - tener dicha frescura. Gustavo tal vez vivía dentro de una inspiradora razón.
El Chapori levanta un pedazo de una e especie de cara de King Kong. Apodo que se ganaría más tarde el cogote, un corte con todos los ingredientes y fetiches que un asadero puede querer. El sabor de la cercanía del hueso, la textura de un ojo de bife que linda con la del vacío y, como postre, un pedazo de columna para zambullirse adentro del karaku (tuétano) y acompañar con un pedazo de mandioca recién hervida. Para mí, el viaje ya había valido en ese momento, en saber que un corte inexportable (por contener huesos) es la munición de Angenscheidt en esta nueva etapa que enfrenta; la de abrir una parrillada que ya tiene el murmullo internacional. Saber que el siguiente gran paso del 47 de Sudamérica (según el 50 Best de Latam) lleva como insignia un corte de carne que vas a tener que subirte a un avión y venir a Paraguay para disfrutar. “Taxí, estoy listo, lléveme a mi casa”.
Conocerlo a Rodolfo es conocerlo como amigo, padre, cocinero; pero, por sobre todo, como hijo y esposo. Su relación con la vida encuentra su mejor traducción al verlo conversar con su señora madre, levantarse a la parrilla para arrimar un buen pedazo de carne a su esposa e hija y meterle un akapete al joven aprendiz/hijo (mi gallo de nombre y carácter Franco) por tratar de robar un bocado del pedazo de la hermana. “Acá las damas se sirven primero, suficiente ya nos soportaron en sus panzas”. Forjado en la tenaz mano de la nouvelle cuisine, entrenado en el Maxim’s de París, Rodolfo es un cocinero con mucha nostalgia en su andar. “Criado en Uruguay, malcriado en Paraguay”, declara él mismo. Recuerdos de una infancia uruguaya y una temeraria adolescencia paraguaya. Escuchando a Zitarrosa en Uruguay, a orillas de un mate caliente y descubriendo Sumo y The Cure en la edad adolescente cuando, con 19 años, dijo “quiero ser cocinero”, y se subió a un avión. Tardé tiempo en darme cuenta de que el Chapori siempre se acuerda de su mamá cuando habla de comida. No lo hace obvio, lo tiene ahí dando vueltas: algún bocadillo favorito que nadie más puede preparar. Una especie de promesa entre hijo y madre se siente en la aventura a la que se entregó –no sin antes pedir su bendición– para enfilar hacia un norte que lo tendría entre los mejores 50 de América. Hoy está de vuelta en el laboratorio, haciendo las pruebas finales de lo que será su próxima creación, Pozo Colorado; todavía con las chaquetas blancas puestas, pero la pipeta y los tubos de ensayo reemplazados por cuchillo, brasa y fierros calientes. Pozo, como ya le decimos cariñosamente, lo ha llevado a salir en busca del ingrediente donde echa sus raíces: el Chaco paraguayo.
¿Por qué la carne paragua - ya es la mejor del mundo? Bueno, mi estimado vecino forastero, la respuesta está en el agua que fluye bajo la tierra del Chaco. Agua que hace crecer el pasto, el alimento natural de las vacas chaqueñas. Pasto que, debido a la salinidad de la zona, consecuentemente contiene un cierto nivel de sal. Es decir, básicamente, si hacemos regla de 3 simple, es carne que está pasada previamente por salmuera. El “brining”, como le dicen del otro lado del charco. Mientras el término “presalé” resonaba todavía en mi cabeza, alguien interrumpió diciendo: “Chapori, sal al agua de la mandioca, ¿no?”. “No, no lo hagas querido. Se te parte”, fue la respuesta a una pregunta que hasta ese momento me había parecido obvia. Jaque mate por pre-salinización. Mi cabeza no estaba en el juego, tampoco mi rey. Estaba atónito, aún entendiendo que la técnica del presalé ha ganado renombre con la cría de ovejas en las marismas salinas en las praderas francesas, particularmente hacia Normandía, en la isla Le Mont Saint-Michel, donde la especialidad de la casa es el Agneau de pré-salé o Cordero salado de prado. Estamos en una tierra que no precisamente puede rotularse como un salar, ni siquiera un terreno que con cuidados especializados pueda producir sal; simplemente, regurgita de forma natural una sal que viene salando hace más tiempo que menos la carne chaqueña.
(RECETA ORIGINAL DE RODOLFO ANGENSCHEIDT)
Solo un ingrediente más agrega el Chapori a esta carne que ya viene adobándose desde que estaba en pie. Sal sobre sal, fuego, cariño y tiempo, herramientas necesarias para mantener vivos las relaciones, la amistad y el amor. Claramente, siento una “saludable saudade” cuando Rodolfo habla de cocina, una nostalgia definitivamente paraguaya, junto al humo de una cocina que celebra, desde la tierra colorada, la cocina guaraní. Tal vez la tácita promesa a su madre, el amor a la cocina, encuentra su punto de cocción exacto cuando vemos a Rodolfo en contacto con la tierra y los rumiantes ingredientes que provienen de ella. Otro ingrediente fundamental es el humo que se desprende de los leños. En este mismo suelo donde la carne que comemos fue criada en vínculo de amor y supervivencia con el pasto, crecieron los árboles que dieron vida a nuestra pira sagrada. El desmamante de 20 meses recibió el cariño del palo santo, el algarrobo, los quebrachos colorado y blanco que arden, cada uno, a su temperatura y bouquet particular.
Viajar hablando o hablar viajando. El Chapori interrumpía sus historias con lecciones de razas equinas y una desatendida curiosidad por la ornitología. “Bayo”, “Tordillo”, “Tubiano” y el ocasional “Tujuju cuartelero” se volvían parte de esta quijotesca aventura que nos devolvía a nuestros hogares con el buen cansancio de habernos movido para apreciar y de haber escuchado para comprender. Entendiendo ser yo el Sancho Panza de esta quijotada, no esperaba encontrarme en el camino con el cambio de elenco. Darme cuenta de que nuestro Kent, nuestro editor que no extraña brújula, era en realidad el Quijote, y que Angenscheidt nos dejaba su enseñanza convirtiéndose en aquel molino solitario. Casi como un gigante que abanica sus manos para avisarte “Hacia acá es, chamigo”, Rodolfo Angescheidt, ante la prensa mundial, simboliza la gastronomía paraguaya.