Mucho antes de que el sistema de franquicias asolara al mundo con locales idénticos, hubo en España un hombre al que se le ocurrió abrir una cadena de bodegas, donde podría vender los vinos de su propia cosecha. Fue en 1892, en Madrid, lejos en el tiempo y el espacio de Burger King o Johnny B. Good.
El viejo emprendedor creía más en la tierra que en los hombres. Así fue que a su cadena la llamó Bodegas de La Ardosa -en patente alusión al terruño donde producía sus vinos, La Ardosa, Toledo- en vez de tentarse con variaciones de su propio nombre: Lo de Rafael, Casa Fernández Bagena o El Rafa.
Al igual que las cosechas, los años pasaron uno tras otro, sorteando los avatares propios de la vida. A veces, la vendimia era provechosa y, cada tanto, el destino se burlaba con malicia.
El asunto es que el negocio cambió de manos alrededor de 1970. El nuevo dueño -quién sabe si por humildad, sentido del marketing, pereza, superstición o falta de ingenio- tampoco se tentó con la idea de ponerle su nombre a la marca. Así las cosas, Bodegas de La Ardosa siguió siendo Bodegas de La Ardosa y no Lo de Gregorio, Casa Monje o Don Gregorio Vinos y Otras Especialidades.
Es momento de aclarar que de todos aquellos establecimientos en cadena y de aquella bodega del siglo XIX, lo único que nos interesa ahora es un pequeño local ubicado en la calle de Colón número 13, del barrio de Maravillas (a este barrio hoy se lo llama Malasaña, pero si elegí el viejo nombre fue porque Malasaña nos llevaría al levantamiento del 2 de mayo y la posterior represión del 3. Y con ellos a Goya. Y con Goya al infinito. Y usted, asiduo lector, sabe que aquí no nos convocan los grandes misterios, sino una barra que nos sirva de apoyo).
La barra de la taberna Bodegas de La Ardosa ocupa todo el ancho del establecimiento y está ubicada en el medio del mismo. Usted, atento, dirá que el local tiene dos entradas, una por cada lado de la barra. Pero no, hay una sola, la del número 13 de calle de Colón. Para descifrar el acertijo no es necesario acudir al Padre Brown, sino que alcanza con ser un poco curioso y algo audaz. O también, siendo paciente y observando el comportamiento de los parroquianos. De alguna de todas estas maneras sabremos que la pequeña puerta bajo la mesada es la vía que nos conduce a la segunda mitad del salón. Es claro que en el camino podemos reventarnos la cabeza contra la firme madera, chocar a uno de los mozos que viene en sentido contrario y cargado de platos, o encontrarnos frente a frente con la mujer o el hombre de nuestros sueños. Y todo esto, en cuclillas.
El lugar está tapizado de botellas viejas, fotografías, algunos pizarrones que juegan de menús y la siempre cautivante azulejería urbana de Madrid. En La Ardosa se sirven muchísimas variedades de cerveza. También vermú de grifo y vinos de toda especie. Cualquiera de estas bebidas sirve para acompañar a una de las mejores tortillas de papa del país.
Chesterton hablaba de un laberinto sin centro, como ejemplo de lo atroz. En el de Borges “no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso”. Claro, es el desierto, donde un rey de las islas de Babilonia muere de hambre y de sed. El laberinto de La Ardosa, muy por el contrario, es amable. Se compone de feligreses, turistas, platos, copas, paneras, tres o cuatro barriles que actúan de mesas y una pequeña puerta para ir adonde ya estamos. En este laberinto también podríamos morir, por supuesto, ya sabía Borges -y a nadie escapa esta verdad- que la muerte es de todos. El golpe en la cabeza sería la causa más probable. La más remota, la que sufrió aquel pícaro rey de las islas de Babilonia.