21 de Noviembre de 2024
A fines de los 50 los objetos de consumo invaden el imaginario de los artistas y encuentran lugar en lienzos, fotografías y esculturas. Nace una nueva iconología gastronómica, donde una lata de sopa de tomate acarrea un universo de símbolos.

18 de Marzo de 2020

Valeria Gallarini

EL MÁXIMO exponente de lo que conocemos como Pop Art es el artista norteamericano Andy Warhol. A él lo cautivaba toda la cultura popular de su generación. Tanto el glamour de una estrella de cine y sex symbol como Marilyn Monroe, como las latas de sopa Campbell que guardaba en la repisa de su alacena. Tanto la sensual Marilyn como la popular sopa de tomate eran productos de consumo que captaban su atención.

Al terminar sus estudios de arte, Warhol se mudó a Nueva York donde comenzó trabajando como ilustrador para las revistas de moda Glamour, Vogue, Harper’s Bazaar y la joyería Tiffany & Co. Quizás esto lo movió a interesarse por la importancia que iban adquiriendo los medios publicitarios como vehículos para extender el arte. 

Surgen así las primeras serigrafías de las famosas latas de sopa Campbell, una imagen común para un norteamericano promedio, que se convertiría gracias a Warhol en una especie de “emblema” de este movimiento artístico. No solo había por detrás un cuestionamiento sobre el consumo y la producción en masa del arte, sino también un vehículo afectivo: su madre había hecho de esta sopa tan americana un plato cotidiano de la entonces pobre familia Warhol, inmigrantes eslovacos. 

Gracias a estas serigrafías que se hicieron tan populares, el arte se convertía en un vehículo transformador de lo cotidiano, de lo vulgar y obsoleto, transformando marcas y productos de uso diario en objetos de culto para futuras generaciones.

Reproduciendo casi obsesivamente productos de uso doméstico, como alimentos enlatados o productos de limpieza en sus serigrafías, Warhol iba analizando el consumo y sus distintos sentidos. Uno de ellos, la masificación de productos que seguían siendo igualmente atractivos para todos, gracias a su popularidad. 

Taylor bebe Coca-Cola y piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una cola es una cola y ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cola mejor que la que está bebiendo el mendigo de la esquina. Todas las colas son la misma y todas las colas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el Presidente lo sabe, el mendigo lo sabe, y tú lo sabes”.

Su obra era conceptualmente muy sencilla, aunque no dejó de ser revolucionaria. Sus pinturas mostraban una visión positiva del consumismo y de la vida moderna. 

La genialidad no estaba en la ejecución ni en la técnica pictórica de los cuadros, sino en el hecho de que el artista estaba sacando un objeto de la vida cotidiana, resignificándolo al transportarlo a la obra artística, como si fueran bodegones contemporáneos, que al contrario de los que había generado anteriormente la historia del arte, ahora se podían producir en masa. Con esto Warhol demostraba que los elementos más banales de la civilización moderna, al ser transportados al lienzo, se convertían en arte.

Curiosamente, su obra fue polémica dentro del mundo artístico del época, y no fue recibida de buena gana por la fábrica Campbell, que se sintió agredida intelectualmente por la utilización de su marca e incluso pusieron abogados a estudiar el hecho y su repercusión.

Andy Warhol retrató lo común, lo que todos veían todos los días sin que les llamara la atención pero, en otro contexto –el artístico-, generaba una serie de debates y diálogos. 

En ese objeto común que todo el mundo podía reconocer, esa lata de sopa, el artista lograba encontrar arte hasta en los objetos más inesperados del cotidiano. ■

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