23 de Noviembre de 2024
El ingenio de Morgan (y el origen de los tragos)

Por Tomás Kun

Viernes, veintitrés horas. Rafa Scorza se está encargando de todo. Mantiene como cinco conversaciones en progreso, además de las que lleva en dos teléfonos que cada tanto mira de reojo y va intercalando con una sóla mano, como crupier barajando naipes.

Es un secreto a voces desde fines del año pasado. Asunción cuenta con una licorería de venta “clandestina” de alcohol, Morgan Warehouse. Las reservas de mesas para el próximo fin de semana ya están agotadas, aún así Scorza realiza trucos, ahora más propios de un malabarista. Alguien cancela a última hora y otro que está en lista de espera “por si surge algo”, recibe un mensaje que le cambiará la noche.

Según la leyenda, el espacio que hoy ocupa Morgan, fue alguna vez la sala de juergas de un mano derecha del propio Al Capone, que logró huir -antes de que las papas quemen- a Asunción, donde se hizo conocer ante todos, como ingeniero de día, y sólo por algunos, como socialité de los excesos, en la noche.

Del Maestro 722, pórtico de acceso al estacionamiento de un par de restaurantes. En la entrada, alguien me orienta señalando a dos hombres de negro, cada uno con una carpeta. Imposición de su oficio, sus rostros no dejan escapar expresión alguna. Soy Tomás Kun, vengo comisionado por Alacarta. No le encuentro en lista, me dice uno, el otro parece recordar una indicación de último momento y me aclara: Puede pasar, Señor. Ahora ambos exhiben una sonrisa complaciente y me advierten que tenga cuidado con el escalón que da a una pista desnivelada que lleva a un subsuelo.

Llego a una sala donde se deja ver lo que fuera la oficina de Morgan en su faceta de ingeniero. A la derecha, un pequeño patio y a la izquierda, un telón como de teatro por el que se cuelan ondas de cool jazz. La música llama y traspaso el telón, se muestra ante mi el lado Mr. Hyde del ingeniero Morgan.

Cruzando el telón, atrapa a la vista los metros y metros de una imponente barra que va a lo largo de todo el salón, que es como un loft soñado para cualquier soltero empedernido. Las codiciadas mesas están del otro lado, separadas por una valla que sugiere que: La barra es el verdadero escenario, y los bartenders serán sus artistas.

Mi compañero de faena, Paulo Riquelme, se muestra ansioso por fotografiar, supongo que entusiasmado por cierta atmósfera de misterio que cuidadosamente proponen las luces. Nada está librado al azar. En una puesta en escena, todo contribuye a crear la imagen de que estamos en un lugar clandestino, de que tuvimos la suerte de colarnos a una fiesta privada donde ni siquiera conoceremos al dueño de casa, pero que éste nos hará soñar como que estamos en la nuestra.

Como buen anfitrión y administrador, Scorza nos presenta a Diego (31) y delega en él la tarea de hacernos conocer detalles de la barra y, especialmente, lo que ahí producen.

Así como al DJ se le reconoció su directa contribución a construir el clima festivo en una pista de baile, aquí en Morgan, los bartenders ocupan un lugar de privilegio.

El asunceno está más dispuesto a dejar de lado, aunque más no sea por momentos, su eterno idilio con la cerveza; producto, quizás, de que también está más dispuesto a abandonar la aldea y salir a conocer el mundo.  Es en lugares como Morgan donde estas oportunidades están más abiertas.

Diego nos sirve el primer trago. Con mucho empeño nos explica e interesa en el porqué de estas combinaciones, sobre sus orígenes y cómo es que son tradiciones en ciudades lejanas. Así nos cuenta sobre el Negroni, historia que ilustra la particular relación barman/parroquiano.

Principios del siglo pasado, el Conde Negroni va a la barra y el barman sin más interacción que una mirada, le trae “lo de siempre”, un Americano, partes iguales de vermouth y bitter. Un día, el Conde, en complicidad con el bartender, deciden adulterar “lo de siempre” y le agregan Gin a la combinación, algo que habría descubierto en Londres durante su último viaje. Nacía el Negroni y su tradición se haría cargo de hacer llegar esta fórmula a nuestras manos. Aunque simple, explica Diego, el buen Negroni no admite bebidas similares como reemplazo y se sirve con la cantidad de hielo exacta.

The Factory Gang toca miércoles y viernes, con María-E Pintos en la voz (a quien invitaría mi Cosmopolitan hecho con arándanos macerados “en vivo”), rodeada de músicos experimentados y de talla pro, no encuentran dificultad en adaptar hits radiales de hoy, en versiones jazz y blues, con improvisaciones tal Negroni y su barman.

En este clima creativo es que se coronará la noche. Diego se dispone a presentarme un distintivo de la casa, marcado en la carta como “Make Your Own”. Como trago “per se”, no existe, será producto de la interacción entre barman y quien lo solicite. El buen bartender es alquimista, psicólogo, filósofo y, más veces de las que quisiera admitir, un poco cupido. Combinando estas habilidades deberá poder cumplir con el desafío de crear una fórmula que será efímera. El Jägermeister, así como Morgan, están indudablemente de moda en la ciudad. “Diego, siempre he visto tomarse al Jager como shots, así es que mi deseo es que hagas un trago con eso”.

Jengibre, limón real, frutos rojos (arándanos, frambuesa y frutilla), licor de coco, clara de huevo, obviamente, Jägermeister, y sólo unos minutos de reflexión, logran dar con una fórmula extraordinaria. Estoy tomando nota, Diego me confía sus proporciones en rigurosos mililitros, pero elijo que él guarde el secreto y sólo anoto sus componentes. Sin embargo, le digo: ¿Vas a recordar como hacer esto? Por supuesto!, me dice entusiasmado. Porque definitivamente voy a tener deseos de volver a tomar esto.

Así es que la próxima vez que vaya a Morgan, y confiado en el ego (por lo mimado que me sentí esa noche), espero poder decirle “lo de siempre” y que me sirva un “Tomás Kun”.

8 de Junio de 2016

alacarta

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