Es imposible salir a caminar sin rumbo por el centro de Madrid y no toparse con la chocolatería San Ginés. La razón –si se permite la paradoja– radica en lo escondido que está el lugar. Es el encanto de los pasajes, que nos atraen mucho más que las anchas avenidas.
A la calle del Arenal nos empuja el Palacio Gaviria, con sus geniales exposiciones de arte –el 2017, por ejemplo, con muestras de M. C. Escher y Alphonse Mucha–. Es a partir de aquí, paciente lector, donde todo se conjura para que terminemos donde es imposible no llegar. El primer tercio del complot es la marea humana: queremos salir de allí, la calle del Arenal ya tiene demasiado de todo lo que menos nos gusta. El oasis que encontramos –el segundo tercio– es una pequeñísima librería de usados, con sus libros expuestos en bibliotecas al aire libre y una casilla de madera donde se supone que hay un vendedor. Es la librería San Ginés, está en esa esquina desde el año 1805 y la parada es obligatoria, ya que lo exige el espíritu. En este descanso se cierran las amabilísimas garras de la confabulación: el tercer tercio es ese pasaje estrecho y de suave pendiente que nace en la librería y se llama Pasadizo de San Ginés. Como a ningún alma noble se le ocurriría seguir por calle del Arenal, es que se hace imposible caminar sin rumbo por el centro de Madrid y no toparse con la chocolatería San Ginés, que nos espera, paciente desde 1894, al fondo del pasadizo.
A San Ginés vamos a una sola cosa: a comer chocolate con churros. La única alternativa válida es cambiar churros por porras. O –incluso mejor– sumar porras a los churros. Sé que los mozos sirven otras cosas; por ejemplo, algo que aparentemente se llama café, o una tal cerveza, o ese preparado conocido por algunos desgraciados con el nombre de bizcocho de limón, todas elecciones insólitas si en el menú donde encontramos estos esperpentos leemos chocolate con churros.
Hablando de esperpentos, según la Real Academia Española, en su segunda acepción, el esperpento es una “concepción literaria creada por Ramón María del Valle-Inclán, hacia 1920, en la que se deforma la realidad acentuando sus rasgos grotescos”. ¿Qué tiene que ver este buen hombre y mejor dramaturgo en todo este asunto de los chocolates y los churros? Que en Luces de bohemia, esperpento trágico publicado en 1924, donde los personajes recorren las calles del Madrid de los Austrias, el autor ubica a sus protagonistas en la “buñolería modernista”, que es nuestra ya querida chocolatería San Ginés.
Dentro del local encontramos mucho mármol, muchos espejos biselados y muchos retratos de los visitantes ilustres. Si fingimos no ver las dicroicas empotradas en ese cielorraso abyecto, el lugar mantiene cierta reminiscencia a la Belle Époque, a los cafés de finales del siglo XIX. La barra es larga y sinuosa, de mármol, con el plano vertical revestido de azulejos. No tiene taburetes, porque su uso se limita a recibir los pedidos que luego se consumirán en las mesas. Este sistema algo impersonal –y que recuerda menos a un café histórico que a un McDonalds– funciona. Y quizás por esta razón no nos llegue a molestar.
Obviando el chocolate, los churros y las porras, lo mejor de San Ginés es que abre durante veinticuatro horas cada día. Y esto sí que nos devuelve a épocas mejores. Queda en nosotros hacer cola y comer apurados, o sentarnos a las tres de la mañana y salir, por ejemplo, a las cinco, sin que nadie nos mire cruzado.
En la escena decimocuarta de Luces de bohemia, un personaje menor suelta una frase que media España aún usa para expresar sentimientos sinceros hacia sus políticos: “En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. Se premia todo lo malo”. Del Valle-Inclán, irónico, trágico y amargo, se refería a los hombres, jamás a su “buñolería modernista”, a nuestro San Ginés, que nos sirve el chocolate caliente de toda la vida y solo por eso tiene bien ganados el mérito, los premios, la fama, el respeto y el cariño.