21 de Noviembre de 2024
Kitchen Lab: un golpe bajo en el boxeo emocional

Por Christian Kent

De la larga geografía de Chile, traje en mi memoria el sabor de la palta, el aguacate para nosotros. Lejos de la práctica sibarita, llevaba en aquel entonces una dieta frugal, interrumpida muy ocasionalmente por una visita al Mercado Central en Mapocho, donde prefería siempre pastel de jaivas y vino blanco. Pero el alimento cotidiano era, si no escaso, al menos pobre en variedad y nutrientes; me gustaban sobre todo los panes (la marraqueta y la hallulla) untados con palta, algún quesito y café. Cada vez que como algo con aguacate regreso a Santiago, a los completos italianos (pancho con aguacate, tomate y mayo); a la once (suerte de merienda tardía) con la tía Isabel, celadora de la pensión que habitaba; a las conversaciones con mi amigo Ilan Rosenfeld, el ateo, en un surtidor de la calle Bilbao, donde entre el ketchup y la mayonesa la máquina escupía una sustancia verde que por consenso llamábamos palta. Casi quince años después las cosas son bien distintas, la cocina se volvió medular en mi vida y (tengo esa suerte) mis amigos son en su mayoría cocineros, sommeliers o bien gente que de alguna u otra manera está vinculada al buen comer y beber. Entre ellos un chileno, Seba Saavedra, que en su comida tiene siempre esos sabores y aromas que me retrotraen a los años de Universidad: “la color”, el merquén, el cilantro y el limón, los ceviches, pero sobre todo la palta. Vía grupo de Whatsapp lanzo al éter, con la mal disimulada intensión de hacerme malcriar por mis amigos chefs: “¡Ay na, cómo pegaría comerse unos langostinos apanados con crema de palta!”. Al día siguiente estaba sentado en Kitchen Lab, comiendo los benditos langostinos, bañando el paladar primero con unas cuantas Patagonia Weisse y luego con Matua Marlborough Pinot Noir, ¡una cereza en la boca! y con esa acidez vibrante que solo puede darte un Pinot costeño. Como diría madame Triffon: “¡Sex in a glass!”. Me puede pasar con una canción, con un tema de Neil Young que me lleve a mi pieza en Irarrázabal, donde se filtraban por la ranura de la puerta los vinilos y amores de Rodrigo, gran amigo y poeta, o una tristísima canción de Heartattack and Vine que nos disponía a los más indignos alcoholes. Pero sobre todo me sigue pasando con el aguacate, es siempre un viaje en el tiempo hacia la segunda patria perdida, un golpe bajo en el boxeo emocional. Sentado con André y Seba en Kitchen Lab, comiendo los langostinos, yo pensaba: “Estos dos no se imaginan adonde me están llevando”. En fin, estaba en ese viaje de Ego y el rataouille cuando llegaron los platos fuertes, un cordero marinado en mostaza con miel que se deshacía con la sola amenaza del tenedor y un ñembo gravlax de salmón. Ah, acerca del salmón, hace unos días le decía a Ale, nuestra coordinadora editorial: “No como salmón en Paraguay si no le veo a Saavedra por ahí cerca”. Y creo que no me equivoco, ese salmón que comí ayer no puede ser explicado con poesía alguna, solo es posible sentirlo, deshaciéndose capa por capa sobre la lengua, nadando por última vez en el agua dulce de las papilas.

1 de Diciembre de 2016

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