El lunes no sabe todavía si piensa llover o no y el calor pesa al subir las escaleras hasta el último piso, para llegar al departamento de Wendy Glizt. Ella es alta, habla rápido y, como casi todos los que trabajan en cocina, tiene un cerebro y una coordinación motriz que le permiten hacer muchas cosas al mismo tiempo. Incluso con el aire acondicionado a todo dar, el rodete y el short de entrecasa, está sudada. “Fotos así no”, le dice a Mandelik, la fotógrafa, “cada vez que salgo en Alacarta estoy mugrienta, desastre. Esta vez no”.
Mientras va armando los brochettes con cebolla morada, unos robustos locotes rojos y amarillos, echalot, berenjenas y suculentos portobellos, Wendy declara que para los cocineros el lunes es domingo, y que, como los simples mortales, los domingos se come asado, a menos que la pereza (o la lluvia) gane la pulseada y el día libre termine en fideos, sándwich o esas deliciosas porquerías en las que los simples mortales nos regodeamos los domingos, porque hasta Dios descansó ese día. En realidad, no es tan fan de la porquería, pero sí de los sándwiches —“me fascina todo lo que venga entre panes”—, y si es día onda tele prepara, por ejemplo, spaghetti con almejas, ajo, perejil y aceite de oliva. “Tenés que aprender a disfrutar y hacer cosas de día libre, por más que sea un lunes o martes, porque o sino te quedás sin vida. Pasa que en el día libre querés hacer millones de cosas al mismo tiempo: querés bañarte en la pileta, dormir siesta y renovar tu cédula. La parte más terrible de trabajar en cocina es que estás laburando mientras todos se divierten, mientras todos tus amigos están en el casamiento o en la fiesta.”
Sentada en el piso, su cuñada está pegando etiquetas en frascos de vidrio. En los frascos de vidrio hay picante de tres tipos: de ky’yi rojo, ají panca y cerveza negra; mermelada de ky’yi; y de mango, habanero y “yuyos raros, todo orgánico y sin conservantes”, explica Wendy. La marca es Arriero Porte, un proyecto que empezó en serio hace un año y que está a punto de volverse más serio. Es lo que estamos probando sentados a la mesa mientras tomamos fotos, primero a la bruta metiendo el dedito con cautela para calibrar el picor y después robándonos lo que debería ir en los brochettes. Desde que Wendy empezó a cocinar, siempre le gustó hacer conservas, pickles y picantes. Su novio llevaba los picantes a los asados de los perros y la cantidad de pedidos transformó el hobby en una idea de negocio. Como Wendy trabaja prácticamente toda la semana, le dedica obligatoriamente a Arriero Porte el lunes de descanso, con ayuda de su hermano Robin en la parte de producción, su novio en imagen y comunicación, y su cuñada en lo que calculo será algo más que el pegado diligente de etiquetas. El año pasado se quedaron sin stock; para este año, los astros se alinearon porque Wendy encontró un proveedor de frascos y otro con un campo de ky’yi, con lo cual asegura un estándar: “El año pasado fue una batalla tener una producción continua: a veces había, a veces no, a veces a precio de oro, a veces más picante y otras menos”, explica Wendy. Pican en serio, pero pican rico y cada cual a su estilo.
Después de cambiarse, Wendy saca de la heladera nada menos que un pedazo de panal de abeja chorreando miel, ofrenda que su mamá recibió de gente del interior con la cual trabaja. Desde la cena en que José Torrijos sirvió panal de abeja en el Crowne, soñé con encontrarlo de nuevo. Es cera y chiclosa, sí, pero comestible y si se aprieta contra el paladar, la miel explota en la boca. Es un manjar que probamos con todos los picantes.
“Hay gin tonic”, dice Wendy, “y birra.” Es muy lunes para un gin tonic y, personalmente, aprendí a desconfiar del gin tonic en general y con el estómago vacío en particular. Pero una Pilsen’i entra. Ahora toca empanar, con panko y coquito molido (el coquito de nuestro cocotero, ese que desaprovechamos como tantas otras frutas autóctonas), los langostinos previamente macerados en limón, ajo, sal y el Arriero Porte de mango. Wendy manda la bandeja de brochettes al patio de la planta baja, donde su hermano, quien además tuvo la cortesía de traer la birra, está cuidando la costilla de cerdo en la parrilla. Llegan los pinchos de langostinos empanados ya fritos a la mesa mientras Wendy fríe una tanda de palitos de mandioca, que obviamente tampoco dejaremos pasar sin los tres picantes. Nos comemos tantos, con el picante de mango y limón exprimido encima, que nos pide dejar unos cuantos para los demás comensales y las fotos de puesta en mesa.
La costillita de cerdo que se está cocinando en el patio pasó la noche en un baño de inmersión del Arriero Porte rojo, miel del panal y mostaza del Chanchito Rico. Mientras enumera los ingredientes del macerado, Wendy se acuerda que también hay que tirar a la parrilla unos chorizos ahumados, también del Chanchito Rico, y los manda al patio no sin antes pasarlos por debajo de nuestras narices para que aspiremos el aroma pungente del ahumado. “Trabajan bien el ahumado los amigos del Chanchito Rico”, confirma a la vez que reduce el juguito del macerado porcino para pintar la costilla a la parrilla.
Con toda la previa terminada en el departamento, bajamos todos al patio con bandejas, conservadora de birra, cubiertos y demás para terminar de poner la larga mesa bajo la parralera. La costilla está terminando de hacerse; la costra de aparente quemado es en realidad el glaseado del juguito. Los choricitos ahumados llegan a la mesa y saben mejor asados de lo que olían crudos. Con todo listo, Wendy por fin puede sentarse a contarme cómo terminó haciendo picante y asado los lunes. “En mi vida pasada estudiaba Sociología en la UNA, y aunque trataba de ir a clase nunca había clase. Como trabajaba en Cuatro Mojones, imagínate lo que era ir del laburo a la facu para que no hubiera clase. Terminé degenerando la facultad.” Después de un año y medio de rumiar qué quería hacer en la vida, entró al IGA, “mucho antes de que se pusiese de moda estudiar cocina”. Su primer trabajo fue en un bar de Carmelitas donde hacía absolutamente todo, y después anduvo por varios proyectos como pelota de pinball hasta que le contrataron como jefa de cocina de un hotel de Ciudad del Este a lo que siguieron otros proyectos con el mismo grupo, donde aprendió todo eso que es imposible aprender en una clase: a montar una cocina importante de cero.
La costilla de cerdo, en efecto, no estaba quemada, sino deliciosamente glaseada por afuera y tierna y jugosa por adentro. Queda bien con cualquiera de los Arriero Porte.