“En la cocina hay que usarla en su estado natural; la planta fresca. Solo así se pueden aprovechar todas sus virtudes organolépticas”.
Amargo dulzor. El paladar y la vida nos enseñan que a veces lo dulce puede también ser amargo. Que no todo es café o leche como quería cierto dictador; pero sí aquello que está en el medio, esa gradiente de lo oscuro a lo claro y de lo claro a lo oscuro que es el café con leche. Hay matices, y siempre, detrás de estos matices, hay un porqué. Francisco Martínez, ingeniero agrónomo y docente en la Facultad de Ciencias Agrícolas de la UNA, nos explica por qué, químicamente, el ka’a he’ê es doscientas veces más dulce que el azúcar de caña1 y, sin embargo, tiene un característico retrogusto herbáceo y amargo. Hagamos una revisión histórica para llegar a la cuestión química.
El uso y la nominación autóctona del ka’a he’ê se los debemos a la cultura guaraní, que fue y sigue siendo sagaz observadora de la naturaleza, adelantándose varios cientos de años a Linneo en la nomenclatura binaria de las especies. En el año 1887, los guaraníes presentaron esta planta al sabio, botánico y “primer ecologista de Paraguay2” Moises S. Bertoni.
Dice Natalicio González que Moises S. Bertoni es “el sabio que eternamente servirá de guía para conocer el Paraguay”. La descripción que hizo Bertoni del ka’a he’ê, en estado silvestre, es la siguiente: “una pequeña yerba de 4 a 8 centímetros de altura, ordinariamente 50; tallo anual, subleñoso, pubescente, débil y con pocas rami caciones terminales coronadas por panículas formadas de pequeños corimbos, llevando 2 a 6 flores pequeñas con corolas de lóbulos blancos, alargados y abiertos. Habitaba los campos altos desde la región del Amambay y hasta el Monday, especialmente en los yerbales de San Pedro, Alto Jejuí, Vacáretá (sic) e Yhú, siendo ahora sumamente rara”.
Yo mismo tuve la suerte de ver una planta silvícola durante una nota que realizamos en la comunidad Avá Guaraní de Jasy Kañy. En aquella oportunidad, el tamói salió del monte con una planta y, como decía Bertoni, pude constatar que se trata de una planta mucho más endeble y frágil que la cultivada, con menos hojas y un tallo considerablemente más delgado. La trasplantamos, con una amiga, en un jardín de la ciudad capital, donde antes ya habíamos hecho prosperar raros helechos traídos de la selva. El plantín peleó, pero, a pesar de los cuidados, no pudo sobrevivir por mucho tiempo.
Volviendo a nuestra revisión histórica, pasó mucho tiempo —recién a los fines de los setenta— antes que el ka’a he’ê comenzara a cultivarse con fines comerciales. Para principios de los 90 el consumo del ka’a he’ê se universalizó (en 1992 contaba con un mercado mundial de 100 toneladas anuales), siendo los principales interesados los japoneses, que extendieron su cultivo al sudeste asiático.
Bertoni le presentó la planta a su amigo el químico Ovidio Rebaudi, quien la analizó por primera vez, nominándola Eupatorium rebaudianum. Luego la analizó el químico alemán Karl Dietrich, separando sus dos elementos fundamentales: la rebaudina y la eupatorina (luego estevina). Finalmente, en 1905, adquiere su nomenclatura definitiva: Stevia rebaudiana bertoni.
Aquí es donde volvemos a nuestra tesis inicial: lo amargo puede residir en lo dulce y viceversa. Nos cuenta Francisco que los esteviósidos son los que aportan a la planta su característico amargor, mientras que la rebaudiana, que es la sal tripotásica y sódica de la estevina (confirmación requerida), es lo que la hace tremendamente dulce.
A partir de aquí, según nos explica Francisco, se instala toda una discusión sobre el destino de la industria del ka’a he’ê. Trataremos de observar esta problemática —que tiene un enfoque político— con detenimiento. Pero, primero, dejemos la Universidad detrás y sigamos nuestro viaje, ahora rumbo a Itauguá, donde funcionan los cultivos de la empresa Ziatino.
Esas cosas tan propias de Paraguay, o al menos uno lo cree así. El camino de pronto alcanza un pequeño rancho donde las gallinas y los chanchos andan libres y uno pasa agitando el brazo para saludar a sus habitantes. Y el camino, contra todo pronóstico, sigue, y sigue, hasta que ya no es posible seguir avanzando.
Adelante nuestro va Francisco y con nosotros, en la camioneta, Ignacio Fontclara, autor del libro “Ka’a He’ê en la cocina”, que inspiró la realización de esta nota. En este libro, además de hacer un estudio exhaustivo del producto, Ignacio lo reivindica como ingrediente en la cocina, en su estado natural. “En la cocina hay que usarla en su estado natural; la planta fresca”, nos dice. “Solo así se pueden aprovechar todas sus virtudes organolépticas”.
Pero no nos desviemos aún de nuestro tema: lo amargo y lo dulce. La industria alimentaria —no la pequeña industria, sino aquella que se construye sobre la lógica del volumen y de la rentabilidad— condiciona el comportamiento de consumo, instalando lo dulce (gaseosa), lo salado (papas fritas) y lo graso (hamburguesa) como santísima trinidad de la alimentación. Al hacerlo, desnaturaliza la alimentación, distanciándonos de otros sabores y aromas que son fundamentales: lo amargo, lo picante, lo agrio, lo ácido, etc.
Parafraseando a Lierre Keith, autora de “El mito vegetariano”, diré que los aromas y los sabores naturales son indicadores importantes para reconocer la influencia que ciertas plantas o ingredientes tienen en nuestro organismo. Una manzana, dice Keith, nos seduce porque quiere que llevemos en nosotros sus semillas y así ayudemos a esparcir sus retoños. Así mismo, no es extraño —aunque sí asombroso— que las plantas produzcan sustancias químicas que sirven para indicarnos determinados beneficios o precauciones.
Claro, nuestra mirada es siempre humanista (en el sentido de ubicar al hombre en el centro de todo), pero el agricultor puede dar fe de que las plantas tienen su propia conciencia, tienen, como diría Nietzsche, su propia “voluntad de poder3”. Para poder escucharlas, es necesario confrontar las imposiciones de la alimentación industrial, capitalista.
Francisco Martínez asegura, según su propia comprobación empírica, que los steviósidos, el factor amargo, son funcionales para combatir la hipertensión, propiciar la buena digestión, bajar los niveles de la acidez estomacal y corregir los desórdenes alimenticios mediante la inhibición del apetito. Hay, pues, un uso medicinal fundamental que nos está indicando el amargor de la planta y que, en honor a nuestro cuerpo, debiéramos aprender a apreciarlo.
Sin embargo, las distintas clonaciones que se han hecho a partir de la planta criolla apuntan siempre a aumentar los niveles de rebaudina con relación a la estevina, con el objeto de que funcionen mejor como edulcorante. Además de la criolla, hay tres clones registrados en Paraguay: Katypyry, Eirete y PC-1, cada uno de ellos con sus propios valores con respecto a los glucósidos, según se puede ver —aproximadamente— en el cuadro "R - S" debajo.
Cabe destacar, que los guaraní no usaban el ka’a he’ê precisamente como endulzante, para lo cual preferían la miel. Dice al respecto el doctor M. P. Gibert4: “Esta planta nativa del Paraguay, cosa que he demostrado en forma cientí ca e histórica, nos permite comprender el porqué de su uso por parte de los nativos por centurias, no solamente lo usaban como edulcorante, ya que contaban para eso la miel silvestre, de los melipónidos, sino como complemento nutricional y medicamentoso, sin conocerse reporte de algún problema causado por su consumo”.
Tanto Francisco Martínez como Ignacio Fontclara, los dos ejes del péndulo, productor y cocinero, según escuché en una encendida conversación bajo la sombra de los árboles, apuestan por este enfoque “nutricional y medicamentoso” de la stevia, en contraposición al otro enfoque, representado por las grandes marcas multinacionales de gaseosa, por ejemplo, que en absoluta preferencia de sus virtudes edulcorantes, ponen en riesgo la calidad de los cultivos y los métodos más justos de extracción de los glucósidos.
Aquí, donde termina el camino, a 700 metros de la ciudad de Itá (en alguna parte detrás de los árboles), los cultivos que vemos son todos de la variedad criolla. Existe la intención de fortalecer el mercado doméstico que, en palabras de Francisco, es “el único país en que no se le da importancia. En otros países lo quieren cultivar, consumir. Para los paraguayos sigue siendo muy amargo”.
Puedo entender este sentimiento, pues uno, que desde hace un buen tiempo está en la escena gastronómica, puede ver como el consumidor local todavía debe recorrer un camino importante en la educación del paladar, en recuperar la soberanía de sus papilas y de su cuerpo. Por supuesto, como ya veníamos diciendo, para hacerlo, es urgente desactivar las predisposiciones impuestas por la industria: el monopolio del jarabe de glucosa, del “GMS”, del aspartamo, entre otros. Citando a Fontclara: “La revolución comienza en la cocina, y la cocina es un acto agrícola.”
Son pocos, si no nulos, los estudios que se han hecho del ka’a he’ê como posible ingrediente culinario. Por lo mismo, el trabajo de Ignacio Fontclara es de enorme valor. Es aún muy difícil conseguir hojas frescas de ka’a he’ê en el mercado pero, tal vez, si logramos instalarlo como un valor en la cocina, esto cambie.
“En el caso del ka’a he’ê en fresco, no se encuentran asociaciones en la biblioteca/paladar (paladar psicológico) sobre esta planta en la cocina” —escribe Fontclara*5—. “El ‘paladar psicológico’ al que hacemos referencia es el de los recuerdos y de las asociaciones de los sabores que se gestiona en el cerebro y se ejercita por medio de la observación, pero sobre todo por medio de la experimentación. Son sabores reconocidos con los cuales nos sentimos cómodos y seguros y que abren la puerta a otros sabores*6”.
Es pues, una tarea para todos ir agregando nuevos volúmenes a esta biblioteca/paladar de la que habla Fontclara. Visitar los mercados, conocer las huertas, arrancar, oler, morder, comparar y nunca cerrarse a lo desconocido. Anive nde koygua.
Continúa diciendo Fontclara: “El ka’a he’ê posee un agradable sabor a regaliz/mentol que no es un sabor reconocido y por ello debemos buscar asideros para el paladar, rodeándolo de normalidad (recetas con sabores reconocidos) para que no se vea rechazado”.
Ahí ya tenemos un parámetro interesante para incorporar el ka’a he’ê a nuestras recetas y, también, en general, otros ingredientes cuyos sabores y aromas nos cuesta asociar con lo que ya está en el “disco duro”.
Hay que ser particularmente cuidadosos a la hora de elegir los productos que llevamos a casa. Los edulcorantes con ka’a he’ê, a veces, no tienen más que 1% de stevia, y el resto... Bueno, el resto puede ser sacarina sódica como puede ser también aspartamo (a veces también aspartame). Ojo, no siempre dice, explícitamente aspartame, a veces aparece nada más que con su código (INS - 980). El código de los steviósidos es INS-960 y es mejor siempre elegir aquellos edulcorantes que tienen el sello de la CAPASTE (Cámara Paraguaya de la Stevia).